Cuento 1:
Era finales del verano y caminaba a entregar los años de mi vida.
En el sol entré en el edificio, ¡Qué viejo!, ¡Qué feo era! pero me ofreció los licores fermentados y ella me miraba con la sonrisa de quien ya te ha mordido en el pecho: ¿Sabes que mi corazón suena más fuerte desde entonces? ¿Y que se ha desplazado a cada región de la piel?
Me emborraché despacio cuando aún no había comido, tenía los ojos entornados –me emborraché despacio y me pidieron la palabra, mi palabras.
-Déjalas aquí, en estas cajas, nosotros te las guardaremos –me dijo el tipo de la visera y se ajustó las gafas, ¡sudaba tanto que se resbalaban! Usé mi propio bolígrafo para firmar... Entonces un hombre de barba blanca, con un duende apoyado en el hombro que le miraba burlonamente, me llevó, entre tropezones, a una gruta oscura.
-Aquí pensamos nosotros, aquí forjamos –nuestros ideales
Olía mal y aquel ser era profundamente escatológico: su perfume era humo, y sus barbas... entre sus barbas, ¡no tenía dientes! ¡Los hombres de conocimiento ya no muerden! Y sin embargo que aliento tan apestoso, y ese cuchillo, ese cuchillo verde, agarrado detrás de la espalda con una mano –en sus ansias homicidas se apuñalaba a sí mismo: mira qué sangre tan vieja, ¡debe tener por lo menos dosmilquinientos años!
Yo embriagado le seguí, y entré en aquel lugar esquivando los cazos y los pucheros, las cajas y los cofres, las hogueras y las armas ya gastadas... Junto a los perros dormían estos hombres y apaciguaban allí sus sentimientos –ellos no lloran en la noche, ¡con tanto ruido y eco no tienen de qué entristecerse!
Y sin embargo qué frágil, qué dulce cantaba una voz: decía despacio y al oído: ¿de qué te servirá conocer si no tienes a nadie a quien agarrarte?
Agarrarme… parecía una pesadilla… abrazándola, mirándola escapaba…
Al levantarme me observé en el espejo, con el rostro todavía algo marcado por el beso... y ella… ¡Qué dulce dormía ella! No vio cómo el duende del anciano trepaba hasta mí, desde los pies de la cama y se enroscaba. No vio cómo me fue trastornando, cómo me separaba de ella, tan dulce, ¡dormía tranquila!
Aquel duende cerró mis oídos, y me condujo de nuevo a la cueva.
-¿No notas el cambio?
-¡Valiente embaucador!- le gritaba yo- ¿no entiendes que mis ojos de sol se apagarán en esta oscuridad?
Sus palabras me embarraron:
-El sol… ¿A quién le entregarás el sol...? ¿Por qué dices tonterías?
Yo nada tuve que responder, pues ella estaba lejos, y las manos vacías.
Me sonrió:
-Tú que querías afirmar la tierra, tú el ateo, ¿acaso no deberías entrar en sus profundidades?
-¡Espíritu inmundo! ¿No te das cuenta del mal olor de tu cueva, no ves que está llena de humo y oscuridad, no ves todas esas escaleras siempre subiendo y bajando, con tus ridículos sabios tropezando continuamente, y sus animales cercanos pisándoles y tropezando ellos también? ¿No ves que yo no soy de aquí?
-Vete si quieres, está bien... ¿Recuerdas acaso cómo has llegado?
-Un tren...
-¿Y crees que te podría llevar de vuelta? ¿Acaso espera en la estación?
Y burlonamente siguió la dirección de mi mirada:
-Vaya, aquel chico de rizos, qué jovial parece hablando con la muchacha, ¡pero qué cara tan triste!, no se parece tanto a ti... ¿No quieres conocerle? Fíjate bien, él no tiene duende, él es libre, ¿No estás acaso tú libremente aquí?
Me habló de sus altos ideales y poco a poco me mareaba. Entonces yo también me volví pequeño, y trepé al hombro de muchos para decir las palabras que aprendía y tenía que memorizar: alma, fundamento, razón, moralidad, conocimiento, ser…
Y entre las barbas de aquellos hombres sólo salían palabras oscuras, siempre, con sus cuchillos de boca verde, ¡qué asco!; enredaron su barba en la mía, ¡a mí también me había crecido! Tanto tiempo llevaba allí...
-¡Yo amaba los jardines y vosotros los habéis llenado de letras y palabras!- les gritaba, y entonces, dos enanos, especialmente feos y mal encarados, burlándose de mis oídos, uno encima del otro, con una túnica cubriéndoles, disfrazados, enmascarados con una sola voz, me dijeron que se sentían igual y que me comprendían –reían entonces- y me hablaron de mi Otro y de mi Deseo
-¿No te gustaría dejarte un gran bigote?... Así podrías desenredar el cabello de tu barba.
Entonces aquel enano me dijo, ¿quieres ver algo maravilloso, algo nunca visto? y desvistiéndose comenzaron a besarse, peludos, de cuerpo negro, sucios, tan sucios... Me di la vuelta y bajé las escaleras.
-No tengas miedo, no te asustes de tu cuerpo...
-¡Enano burlón, no te das cuenta de que te aborrezco!
Y saltó intentando morder mi corazón y mis brazos, mis hombros, pero estaba resuelto y lo arranqué de mí...
Riendo le dije:
-Llevas tanto tiempo hablando que se te han desgastado los colmillos- No me fijé en las largas y rotas uñas clavándose en mis pies.
-No te irás tan fácilmente- decía- ¿No quieres más bebidas fermentadas?
-Ven- escuché- ven, ven a la sola región de la palabra, aquí te acogeremos...
Ahora estoy en una cueva oscura, sonando como eco todas las voces a la vez, y me atormentan, ¡no sé cuál es la mía! Cuando hablo no digo mis palabras, y entre el ruido ¡no distingo mi propia voz!
-¡Tú que has cultivado el escuchar ya no te reconoces a ti mismo!
¿Y quién me dice esto? ¿Me lo digo yo...?
Pero oigo, no digo, oigo, ¡escucho mi corazón latir y mis lágrimas! ¡Son tan abundantes! –y estoy resuelto, resuelto a salir, a dejar la cueva, y su humo, y su bebida color café, y sus escaleras, sus largas y trenzadas escaleras...
¡Mírame luz!
Cuento 2:
Vivo en un primer piso. Debajo de la piedra de mi suelo hay otro suelo. El jardín está infecto: allí jugamos al fútbol y con la respiración entrecortada tragamos mosquitos, ramas, hierbas, lluvia... –Yo todo lo escupo por la mañana y aún con los ojos rojos me ducho sonriente –otro día más se sume en la noche: es la hora de encender los pequeños farolillos –qué breve luz, qué breve luz: así pensaba la catedral al acercarme: entiéndeme, esa dura piedra tiene más de quinientos años -¡y es apenas un suspiro! Pero, no debo distraerme.
Estábamos cavando en un primer piso: sí, y debajo los estudiantes se divierten: beber, beber siempre –ellas lloran... las mujeres son así. Abren tu pecho, mírame, soy frágil: pero mientras clavan agujas en el tuyo. Aprietan, y tiran de los hilos enredados en tu piel. Cavamos, seguimos cavando.
En el piso bajo. Ahora sudorosos, descansamos. ¿Aprender? –aprender nunca. Haremos amigos para cavar más despacio: ahora, todos, a una, con las manos, los picos, las palas. no nos preocupemos –ya rompimos tuberías, cables, ¡todo eso nos estorbaba!. Cavar, seguir cavando... acaso el río de Padua atraviese presto la vieja residencia –aquí estuvieron encarcelados los hombres, ahora, es casa de placer donde duermen unos con otros y buscan el orgasmo, ¿ellas? –también; placer, tocar y ser tocadas. Sus pechos aún buscan manos -¿nosotros? –Cavamos, seguimos cavando: cavamos hasta las bóvedas del cielo. Cavamos, sólo cavamos.
Escúchame. Había gusanos, ratas, serpientes, moscas. Todo eso ya está atrás. El bajo, el primer piso. Se aleja, si allontana...
Buscamos el jardín. Sí, ya oímos los gemidos -¿o seremos nosotros? -¿están ellas,... cerca?
Picos y palas en alto. Las manos sangran –descansemos. Comemos las piedras del camino: bebemos agua sucia de los cubos usados. Nada es sino cavar -¡espíritus profundos! –Padua siempre es noche. ¿Dónde tu luz? Cavar, seguir cavando.
Aprestémonos, hace calor. El hierro irrita nuestros rostros y rompe las herramientas. Ahora, quietos.
La luna inunda nuestra cueva. Nuestra casa era de sombra y luz y ahora apenas la palpamos. Hemos hecho tierra de ella. Viajamos: ya no queda nada.
Cavar, seguir cavando.
Nos duelen las manos y el corazón cansado.
Cavar, seguir cavando. Cava el gusano, cavas tú.
Cavar, seguir cavando